sábado, 2 de diciembre de 2017

Y yo sigo jugando. ¿Qué más da?

A cal y canto. Así se quedó mi interior cuando lo
cerré con rabia. ¿Qué iba a hacer si no?

Estamos expuestos continuamente a personas que
hacen daño sin motivo aparente. Muchas veces con
fe, y otras sin consciencia. Y, al recibir el golpe, nos
cerramos. Nuestro interior se convierte en un ataúd
envuelto por cadenas que sellamos con candado.
Como si eso pudiese evitar que cualquier cosa pusiera
un solo pie ahí. Como si la vida no fuera una experta
cerrajera capaz de destruir el más duro de los impedimentos.

Alguien dijo alguna vez que, en esta locura que llamamos vida,
es necesario no tener miedo a vivir. Que debemos permitirnos
bailar aunque nos caigamos; que debemos dejarnos amar a sabiendas
de que nos pueden romper el corazón; que debemos otorgarnos el pleno
derecho a reír, aunque otras veces tengamos que llorar.
Porque algún día recordaremos el valor de los buenos momentos,
gracias a todos los malos que vivimos.

Somos seres caprichosos. Y nos juramos y perjuramos
que nunca volveremos a caer ante la presencia de la tentación
o ante aquellas personas o situaciones que nos hicieron daño.
Somos presas del miedo. Hacemos lo posible por no volver a
sufrir. Sin embargo, olvidamos que hay algo más caprichoso que
nosotros, el destino. Nos enseña que ya no somos aquellas personas
que éramos antes. Nos muestra que algo ya cambió en nosotros. Y
que necesitamos darnos una segunda oportunidad. Porque en la vida
todo se trata, finalmente, de eso... de caer y volverlo a intentar.

Así que he decidido seguir jugando porque yo ya estoy curado.
Yo ya no soy mi pasado...

¿Y si esta vez sí? ¿Y si no, por qué no volverlo a intentar?




No hay comentarios:

Publicar un comentario