Aquella noche salí a caminar. Y después de un largo
recorrido encontré un banco. Y allí, en medio de un
parque deshabitado, mientras escuchaba crujir a los
columpios, me agaché hasta apoyar la cara contra mis
manos.
Después de respirar, y tratar de recomponerme, miré
al cielo. Ahí estaba la noche, la noche inmensa. Solitaria.
Solitaria como yo. Ella me miraba, y yo la miraba a ella.
Como dos personas que no se conocen pero cuyas vidas
también han sido sacudidas.
Fue entonces cuando mis pupilas marrones se dilataron
y de golpe lo entendí. Entendí que a mí se me otorgó
una vida. Un vida que es solamente para mí. No para
nadie más. Nadie más iba a vivir por mí mi propia vida.
Y que aquél era mi mundo, y que yo formaba
parte de la noche, de los árboles, del aire, y de los columpios.
De repente los sentí como míos. De repente me abracé a la única
vida que poseo.
Recaí en que era LIBRE. Una persona libre para tomar sus propias
decisiones. Para estar en el lugar que quisiera. Para sonreirle a quien
me apeteciera. Libre para desaparecer hoy, y libre para regresar mañana.
No nos damos cuenta de que muchas veces no somos libres. Nos
mantenemos encadenados a personas, a sus apetencias, nos
encadenamos a un trabajo, a un tiempo limitado, a unas circunstancias
desastrosas. Nos encadenamos a una familia, a un lugar determinado,
a unas súplicas, a una piedra y a unas mentiras. Nos encadenamos
pensando en la felicidad de los demás. Nos encadenamos por miedo
a quedarnos solos. Nos encadenamos por no abandonar a alguien.
Nos encadenamos, y muchas veces de manera inconsciente.
Esa noche salí a caminar. Esa noche me quité las cadenas.
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